domingo, agosto 31, 2008

La diferencia con el mundo.

5 parroquianos

¡¿Quién es Ud.?! ¡¿Qué hace aquí?!... ¡Ya!... ¡Váyase! Gritaba una vieja arteriosclerótica a un niño de 8 años y éste, a su vez, la azuzaba para irritarla aún más. La vieja arremetía con más fuerza en su pregón, como si ella misma hubiese sido el panal de abeja que con un palo el mozalbete agitaba. La escena se repetía cada vez que el imberbe llegaba a esa residencia donde habitaba la anciana y terminaba cuando la hija de la vieja, calmándola, la retiraba a su habitación ¿Cuándo terminó definitivamente ese diálogo insulso? cuando la vieja ya no pudo más y murió producto de una oclusión en sus arterias. Pero lo que en ese lugar un día concluyó permanece hasta hoy como una interpelación casi insolente: ¿Quién es Ud.? ¿Qué hace aquí?... ... ¿Qué lo lleva a escribir esto?

El Yo y el otro

Una interpelación que evoca a la diferencia más que a la alteridad de un otro desprovisto de corporeidad; el interlocutor, por su proximidad, es un otro que interpela directamente, pero en ese llamado de atención hay un contenido no desvelado ¿Por qué hacer la pregunta nuevamente? Ese niño ya tiene nombre y, por tanto, es improcedente la interrogación, más aún viniendo de alguien que está privado de la razón ¿Qué le puede decir alguien a otro estando privado de la razón? Precisamente, eso es lo preocupante, que desde lo razonable no se espera que ese otro diga algo, y sin embargo lo dice, y lo que dice importa a la Razón. Nuevamente ¿quién es Ud.? (Qué agotadora pregunta) Señor lector lo mejor es que no trate de contestarle porque a la vieja no le interesa lo que Ud. diga y lo que diga es para Ud. mismo. De eso precisamente se trata. Lo que a ese otro interesa no es de interés del que está en este lado, lo que a ese otro interesa es ininteligible, y por eso lo que está de este lado es lo razonable..., porque está de este lado, porque así se ha dicho. Para contestar la pregunta no basta con mirar la cédula de identidad y encontrar en ella una definición, la pregunta ha sido formulada por otro y es en relación a ese otro que se espera una respuesta, no para él sino para uno mismo.


Aun cuando la pregunta es para uno mismo, lo que está en la cédula de identidad ha sido dado por otro, es la sociedad, a través de los padres de cada uno de sus miembros, la que ha dicho quién es este sujeto.


La anulación de ese otro irrazonable termina en la inminencia de una separación, de una expulsión: ¡Váyase! Y el lugar que se ha de dejar vacío es el de la cercanía con la sinrazón, con su corporeidad. De ahí en más la diferencia será la alteridad. Lo diferente es aquello que está afuera, exiliado de la comunidad y que aparecerá como hecho exótico cuando esa cercanía se produce.


¿Qué es lo que ese otro pone en disputa? Interroga no sólo por lo que se es (tensión interna), sino también por el lugar que se ocupa (tensión exterior); ser o estar. Es eso lo que entra en disputa con el otro, el lugar. Ese lugar siempre había sido ocupado por el niño, pero luego llega un niño adulto (o vieja esclerótica) que le hace preguntas al primero por el derecho a ocupar ese lugar, no se lo niega, no se lo quita, no se lo arrebata, simplemente le hace la peor de las preguntas y que puede ser traducido como: qué dice que este lugar ha de ser ocupado por ti. Ni siquiera es una pregunta por la pertenencia o la propiedad. Se refiere a una pregunta por estar en el mundo, se refiere a: ehh, tú, parado ahí, quién te ha dicho que te puedes parar ahí y no allá, quién te ha dicho que te puede parar. Devolver la pregunta no tiene sentido, porque el otro la hace desde el sinsentido: ¿Qué sentido tiene hacerle una pregunta al sinsentido? Es entonces que la respuesta del niño no es una pregunta sino que se manifiesta en el acto de azuzar al otro, sin saber que lo que se mueve producirá tantas preguntas como las picadas de las abejas al agitar su panal; el otro no va a contestar sino con lo que ya dijo, pero eso que dijo, después de agitar, se devuelve a uno mismo con múltiples sentidos (y picaduras), “la paradoja es primeramente lo que destruye al buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye al sentido común como asignación de identidades fijas”[1]. Esas nuevas preguntas irán a cuestionar, a exiliar del lugar al agitador, porque no es un lugar que le corresponda, ese espacio es el de la sinrazón y que sólo sirve de referencia para saber lo que es razonable. Pero el niño no se va por mutuo propio, es echado y quien lo exilia no es la vieja, es la hija de la vieja, que siendo adulta, madura y no afectada por enfermedad que nuble su razón, echa al niño del mundo de la sinrazón, o del mundo en que la razón puede tutearse con la sinrazón, pero a la vez que lo echa levanta una frontera entre uno y otro lugar que no podrá ser de nuevo franqueada. Así, el niño regresa quieto y manso, y con esa tranquilidad es posible escribir esto hoy, sabiendo que se está en lo razonable porque se ha visto la diferencia, se ha visto la sinrazón.


Aún sabiendo que se está en el lado de la razón, por la certeza que produce el avistamiento de la diferencia, será necesario volver, por momentos y una y otra vez, para indagar si es cierto eso que se descubrió y que la hija de la vieja, con el exilio, le enseñó. Pero ese deseo no será más que una añoranza. Ahora adulto, en el mundo de la Razón, se debe asegurar esa diferencia contra los fragmentos que de la locura de la vieja quedaron esparcidos en los manuales psiquiátricos.


El aprendizaje también atañe a la posición que cada uno de los personajes ocupa en este relato que no es historia, que no alcanza a ser un cuento, pero que escenifica la identidad del que luego será un sujeto moderno; la vejez representa un linde entre la sabiduría y la locura, y contrasta con la infancia donde el niño representa la inmadurez y la no sabiduría o, cierto grado de distancia respecto de lo que es racional. Así, la niñez y la vejez se hacen guiños, pero una saliendo de la Razón y la otra entrando en ella. En el medio, la hija de la vieja ocupa el lugar de la sociedad, de lo moderno, de la definición de lo que es razonable y que, por una parte, exilia al niño a ese mundo y, por otra, recluye (en el dormitorio, en el hospital) a la vieja para que no se “mezcle”, no contamine, a quién se aproxima a la sociedad moderna. Pero representa también el poder que confiere la razón en su uso discursivo, con ese poder es que se puede decidir el linde entre lo que es o no razonable.


El aprendizaje de esa diferencia no volverá a suceder como escena de la vida cotidiana. La vieja que representa esa diferencia “próxima” muere y con ella su deambular en la comunidad. Su perecer no es inocuo, agrega una nueva deuda a cada uno de sus individuos en pos del desarrollo. Para volver a indagar esa diferencia será necesario recurrir a escenas artificiosas, experimentales y cauteladas por profesionales de los hospitales psiquiátricos; habrá que recurrir a la literatura o al cine para fantasear un diálogo. Es probable que esta haya sido la última vieja que anduvo suelta y si en la modernidad usted quiere encontrar una, sólo conseguirá los restos del voceo o de su definición en el DSM IV.



[1] Deleuze, Guilles: “La Lógica del Sentido”. Edición Electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. 14 de mayo de 2008. Página 10.