jueves, diciembre 06, 2007

La Herencia

4 parroquianos

Toda la vida había soñado con ese dinerillo. A los veinte años se iba a comprar un auto, pero, lamentablemente, la vieja no se murió; pasó jabonada agosto y vivió otros 10 años más hasta la próxima advertencia de herencia.

Peter siguió esperando. Mientras tanto comenzó a armar su vida … trató de estudiar pero a medio camino se quedó sin el sustento que le permitía formarse. Tuvo que comenzar a trabajar y su esperanza de terminar los estudios la puso una vez más en la herencia que no tardaría en llegar. Juntó plata para comprarse un auto, pero nunca le alcanzó para el que quería, luego, se gastaba la plata en otras cosas o siempre surgía alguna emergencia para la que el dinero era bienvenido.

Al final del cuento (y de este cuento) uno se da cuenta que en todo tiene que haber un equilibrio estético, o una estética a secas; si Peter tanto deseaba ese dinerillo era porque su infancia no le había procurado las comodidades que se podían comprar con el gasto de semejante monto. Su espera de la herencia era como la de un niño que confía que su padre le traerá una novedad cuando regrese a casa. Algo que Peter nunca recibió porque no tenía un padre proveedor. Peter ansiaba esa novedad “mágica” contenida en la herencia.

Luego se casó, sin auto y sin terminar sus estudios. La pronta llegada de la herencia le permitiría cumplir con esos sueños y encumbrar otros, seguía insistiendo. Pensaba que ahora que la familia se agrandaba, el auto tendría que convertirse en una “van” o “minivan”. Era cuestión de precios y un poco de paciencia… ya la masiva producción de los chinos y la comercialización de sus productos permitirían acceder a algo grande y a un precio conveniente.

Fue un precioso niño el que nació el 1 de noviembre. Para la familia grande, incluyendo a los abuelos, era el primero de su generación: - este niño va a tener todas las posibilidades, va a estudiar y aprovechar todo lo que sus padres le den, nació con muchas más oportunidades y de seguro todo va a ser para él más fácil en la vida, eso sin contar el dinerillo que estaría por llegar de un momento a otro. Decían sus familiares en un discurso que entrelazaba el del padre con el del abuelo, el de la madre con el de la suegra.

Ese niño no alcanzaba seis meses cuando sus previsores padres comenzaron con la preocupación por el colegio en el que estudiaría. Buscaban algo con tradición, prestigio, no cualquier colegio. Alguno que mostrara efectos evidentes en la actualidad: - Mira al cabro de la Clarita, lo puso en ese colegio y hoy el chiquillo es abogado. Comentaba la madre a la suegra. Pero siguieron buscando y evaluaron precios y matrículas. Mientras tanto, en casa de la abuela, el niño era considerado superdotado porque a los ocho meses había balbuceado: - babbbba. No podían salir del asombro y se discutía acerca de lo indicado de poner al niño en un colegio a su altura y, por supuesto, no en cualquiera.

Siguió balbuceando y luego, cuando caminó, todos concordaron que lo hizo antes que cualquiera en la familia, al año y un mes. Cada avance producía nuevas angustias en los atribulados padres. El colegio que estaba a la altura de su hijo no estaba a la altura de sus bolsillos, en realidad estaba un poco más empinado, para ser sinceros, casi inalcanzable.

Nunca fueron muy religiosos, creían, pero no eran feligreses de domingo en misa. A partir de ese noviembre, dos años después de nacido el delfín y uno antes del proceso de selección en el colegio elegido, comenzaron a prepararse porque se enteraron que ese proceso no dependía sólo del niño y, al final, el colegio es el que elige a la familia, la que, por su parte, debe mostrar “empeño” religioso. Mientras veraneaban en Coquimbo, y frente al mar, repasaban la Biblia. Varias veces estuvieron tentados en seguir a los pastores evangélicos, pero el pudor y el convencimiento que una variante religiosa los podría confundir y dejar fuera del establecimiento educacional les hizo desistir de la idea. Lo mismo con el niño, lo sometieron a interesantes pero tortuosas sesiones de lecciones bíblicas, de matemática, lenguaje y algo de “spanglish”, que nunca viene mal, pensaban. Resultado: El niño entendió que Dios es uno y tres, y a la profesora le dijo: uno, tres, dos, cuatro; que la misa era “lata” y que la windows no se podía abrir. El niño quedó en el colegio y, felices y contentos, los padres aterrizaron en nuevas angustias cuando se enteraron que la cuota de incorporación, la matrícula y la primera mensualidad tendrían que ser canceladas hasta el mes de febrero ¡a más tardar! Ese verano nadie veraneo, incluso estuvo en riesgo el asueto de los cuñados-padrinos del niño. El abuelo vendió su antiguo auto y pasó a engrosar la amplia lista de personas que usan el Transantiago y, a pesar de las puteadas por los buses que no pasaban, estaba conforme con el sacrificio. - Finalmente era una inversión que se devolvería con creces, pensaba el abuelo mientras le presionaban la panza contra uno de los pasamanos en el Metro.

La apuesta por la herencia se convirtió en una doble apuesta, cual especuladores de la bolsa de comercio, jugaron todas sus fichas al colegio deseado: hipotecando sus sueños y, de paso, el de los abuelos, esperando, además, la herencia que les podría dar un alivio.

Así pasaron los años, Peter y su familia hicieron muchos esfuerzos para mantener al niño en el colegio. Sacrificios que, por cierto, el niño nunca dimensionó, aunque sus compañeros se mofaban de él por el lugar en que vivía. Ya más grande comprendió la burla y comenzó a ocultar y también negar su origen.

La vieja de la herencia tuvo un resfrío el 15 de agosto: -Aquí me voy con la virgen. Se decía la vieja. Pero, ¡pasó agosto! Se quejaban todos.

En la adolescencia, el mentado hijo comenzó a tener problemas de conducta tan graves que Peter clamaba la herencia para poder mandarlo a un psicólogo, como le habían aconsejado en el colegio.

Al final, el hijo salió muy a duras penas de cuarto medio y, en un arrebato místico, dejó las oportunidades que las universidades privadas le brindaban con su 415 punto en la PSU. Tomó su mochila y hasta el día de hoy, diez años después de su partida, nada saben de él. Su padre, abuelo y el resto de la familia viven angustiados. Peter, alcohólico y melancólico, espera recibir pronto la herencia para poder financiar una campaña para encontrarlo.