miércoles, enero 31, 2007

Destino

5 parroquianos

- Qué pasa Moebius que has empezado a borrar cosas en tu blog.
- No, nada, lo que pasa es que quiero contar un cuento y de aburrido me puse a borrar cosas, en todo caso nada importante.
- A veces da la impresión que quieres inmolarte.
- Sí, un molar es lo que me duele y creo que me distrae, no me deja pensar. Además, hace un tiempo escribí un cuento que quedó pal carajo.
- ¿y cómo se llama? para leerlo.
- No, si no lo publiqué, pero ahora quiero contar otro cuento.
- A ver... ¡dale!
- Lo que pasa es que no sé cómo comenzar, no sé cómo hilarlo, no sé cuál es la metáfora que quiero comunicar. Aunque da lo mismo, casi nadie las entiende. Tampoco quiero repetir las estructuras anteriores.
- Ok, entiendo, y de qué se trata, tienes alguna idea.
- Sí, pero te lo voy a contar a ti solamente.
- Bueno, de aquí no sale.
- ¿Tú crees en el destino?
- Por supuesto que no, el hombre tiene libre albedrío, pero déjate de vueltas y cuenta de una vez.
- Ok, era un pregunta nada más, ahí voy.


Se trata de un cajero de banco, pero uno bien particular porque es el más rápido de la región. Todos los días, por la mañana, era el primero en llegar a la sucursal y ordenaba todo en su habitáculo (habitacle) para estar listo cuando a las 9:00 abrieran las puertas. Tomaba su caja para los billetes de veinte, diez, cinco, dos y mil pesos, (estuve tentado a ponerle dólares para que este fuera un cuento internacional – una vez me corrigieron: thanatos no es igual a agresividad, y esto es esencia, perfume de thanatos). Continúo. El lunes era el día más tedioso porque la modorra, efecto natural del fin de semana que por lo general se lo pasaba en su casa compartiendo con los amigos que eventualmente lo visitaban, o aunque los amigos no aparecieran igual se tomaba su piscola -, hacía que sus dedos estuvieran como entumecidos toda esa primera jornada. Pero era cuestión de tiempo, porque cuando se acercaban las 14:00 horas, tiempo de cerrar, sus índices y pulgares comenzaban a contar billetes más rápidamente. De cualquier forma, el ritmo promedio que alcanzaba los lunes era siempre más rápido que el de los dos compañeros que ocupaban las cajas a sus costados.
Cada tarde contaba a sus amigos el nuevo record que lograba: 20 billetes en 5.3 segundos o el orgullo por las felicitaciones de una preciosa mujer, agradecida tras haber recibido su rápida atención. Casi todo se reducía a rapidez; rapidez para manejar, rapidez para llegar a un destino, para barajar el naipe, para hacer el fuego del asado (pero no el asado). Y también a cantidades: cantidad de billetes, cantidad de parejas en la adolescencia, cantidad de kilómetros recorridos en auto sin parar, cantidad de horas despierto, cantidad de piscolas ingeridas. Al final, la conclusión eran números y velocidad; rapidez y cantidad.

Los martes comenzaba con un leve retardo respecto del último record del día anterior. Luego de media hora, con los dedos ya calientes, empezaba a imponer nuevas marcas ante la mirada de sus colegas. Mientras la fila que él atendía tenía 10 personas, las otras no pasaban de 3 a 4. Ya dos veces en el año había sido nombrado el empleado del mes, y esperaba por la tercera antes que llegara la navidad. Había escuchado que en esa semana se iba a premiar a alguien y esperaba que fuera él.

Los miércoles alcanzaba el clímax en lo que a rapidez para contar billetes se refiere. Era su día de mayor rendimiento, siempre atento a prestar un rápido servicio para llenar de orgullo al agente del banco. Una de las chicas que le alcanzaba los cheques cuando debían ser consultados por la firma se terminó convirtiendo en su esposa. Ella lo admiraba cuando lo veía contar los billetes que pagaban el documento que ella misma le devolvía luego de la revisión de la firma. Él, a su vez, le devolvía con una sonrisa su desvelo. Se enamoró de ella porque ella se enamoró de él y ella se enamoró de él porque detrás de las manos así como de los ojos, él escondía una interrogante: ¿qué puede llevar a un hombre a tomarse tan en serio un trabajo y querer ser el primero? Pregunta ávida de existencialismo, al más puro estilo de Camus, pero que los llevó al altar.

Los primeros meses, y hasta un par de años después, fueron felices. Mientras se mantuvo el misterio. Después los problemas comenzaron en los momentos que compartían en casa y cuando él no contaba billetes; ahí ella no lo admiraba y él dejaba de amarla, y al dejar de amarla ella dejaba, a su vez, de quererlo y entonces no se prestaban atención y, salvo la obligada comunión de las comidas, ninguno participaba del otro y cuando lo hacían era para gritarse o insultarse. Chispazos había, de lo contrario no hubiesen estado juntos más de treinta años. A veces, él dejaba de hablar de los billetes y a ella dejaban de importarle los recuerdos por los que comenzó a vivir con ese hombre. Entonces construían algo tan nuevo que llegaban a desconocerse y él o ella, a su turno, se decían: uno nunca termina de conocer a las personas. Así, podían estar embobados el uno con el otro durante una jornada, algo humano se prendía en ellos y armaba el juego (o fuego) hasta altas horas de la madrugada. Luego de ese evento, que rompía la sequía de seis meses sin sexo, ella, ante el regreso a la “costumbre”, le decía: - te conozco tan bien. Es tan corto el amor y tan larga la costumbre.

Ella provenía de una familia con abolengo, dueña de unas tierras ubicadas hacia la cordillera, hacia el interior de Loncoche. Era un campo improductivo pero el lugar era muy bello. El padre, de escasas habilidades emprendedoras, no había sabido sacarle partido y, fuera de tener una casa patronal -donde daba alojamiento a mochileros y otros trotamundos- más una chacra y algunos animales, no tenía grandes cosas. Aún así, con esa escasez, el matrimonio de ella fue a tal nivel que algunos invitados se imaginaron que sería heredera de una gran fortuna. En realidad los padres se gastaron los años de ahorro porque querían ver “bien casada” a su única hija.

Los días jueves, producto del cansancio que comenzaba a acumular en la semana, su rendimiento decaía levemente para llegar al punto más bajo de toda la semana entre las 13:45 y 14:00 del día viernes. En la tarde de ese último día laboral, el agente del banco pasó por su lugar de trabajo y le preguntó por su salud, su familia, por su ánimo en general. Él respondió que estaba todo perfectamente bien, que la familia andaba de “las mil maravillas” como lo podría constatar al ver pasar a su señora por ahí cerca. Le comentó al agente que se sentía un hombre dichoso y le agradecía la posibilidad de poder seguir sirviendo al banco en algo que a él tanto le gustaba: contar los billetes lo más rápido posible. El agente, con el rostro absolutamente enfocado en el cajero pero con la cabeza en otro lugar, le dijo que así era y que estaban muy orgullosos y agradecidos por su trabajo, que le estaban preparando un pequeño homenaje para celebrar su colaboración al banco durante largos 35 años. También le dijo que nunca había visto a un cajero más rápido y eso que a él le había tocado desempeñarse en varias sucursales del país, desde Arica hasta Aysén. Finalmente le preguntó si tenía algo que hacer por la noche, a lo que el cajero le contestó que iba a juntarse con unos amigos pero que les diría que podrían reunirse el sábado. Entonces el agente del banco le pidió que se fuera a la casa y se arreglara para estar presente a las 19:00 en el salón principal del banco. Así lo hizo y en su casa se encontró con su mujer que a su vez se estaba preparando para el mismo evento. Hacía aproximadamente seis meses que no se tocaban y los roces propios de una pareja que buscan las mejores pilchas para vestirse en el mismo ropero los hizo entrar en calor y arrojarse al amor. Tan felices quedaron que ella preparó un jugo natural de naranja para refrescarse. Él cantó en la ducha, se afeitó nuevamente y se puso el mejor traje que tenía. Juntos se fueron al pequeño acto de reconocimiento que le habían preparado. La ansiedad de ambos los hizo apresurarse y llegar a las 18:30, cuando todavía estaban preparando el proscenio y las butacas en medio del salón principal y en cuyo costado se emplazaban las cajas de atención de público, donde se podía ver claramente que en la caja central, que él ocupaba, se había reemplazado el letrero “Caja 2” de letras blancas y fondo gris por otro del mismo tamaño pero con letras doradas. El agente se acercó a ellos y les pidió que fuesen a dar una vuelta por el pueblo mientras terminaban de hacer los preparativos. Asintieron y les quedó dando vuelta, de hecho lo comentaron, que ver cómo hacían los preparativos fue un desatino, es como ver a la novia con el vestido o como ver la construcción de un auto que parece de metal pero es de plásticos o fibras de vidrio. En realidad el asunto de ver cómo se hacen las cosas sólo les entusiasma a tipos raros como los sociólogos e ingenieros pero no a gente normal como un cajero. Fueron a dar una vuelta, tomaron unos helados y los disfrutaron mirando el lago desde el muelle de la ciudad. Él miró la ribera opuesta y se dijo para sí, sin pronunciar palabra: allá la línea que separa el agua de la tierra es oblicua, debería ser recta, pero es oblicua. Cómo se podría torcer un poco esta vida, cómo en vez de contar billetes podría lograr contar otras cosas. Quizá en el otro lado del lago la vida sea distinta; un paraíso, y qué podría hacer en un paraíso: quizá contar cuántos tipos de paraísos existen. Mi vida, ¿en qué piensas?. Le dijo ella. En nada, nada importante. Le contestó. ¿hay algo que quieras hacer antes de la ceremonia? Le preguntó ella. No, así estoy bien. Contestó él. Por un rato, tomados de la mano, siguieron mirando el horizonte. A su vez ella pensaba en lo afortunada que había sido; le había tocado un hombre que no la maltrataba físicamente y la dejaba trabajar, contrario a lo que ocurría con la mayoría de sus amigas. Es cierto que al llegar a su casa debía ocuparse de todas las labores, pero tampoco podía ser de otro modo. Para ella soñar con otra vida era siempre involutivo, por eso estaba muy conforme con la que tenía. ¿hijos? Bueno, tener a su marido era como tener uno. Sobre sus cabezas pasó una piedra que un niño lanzó al agua, el reto del padre al niño por la imprudencia, sumado al ruido que provocó la piedra al caer al agua los despertó de la ensoñación en que se encontraban.

En el banco ya estaba todo preparado y en la medida que se fueron adentrando por un pasillo central los aplausos de los asistentes se dejaron sentir cada vez más fuerte. Sólo una vez sobre el escenario y por la petición del gerente cesaron los aplausos. A él le galopaba el corazón y pensaba en qué palabras les dirigiría a sus compañeros que le reconocían una vez más como el mejor funcionario. El gerente dijo puras obviedades, cosas que se estila decir en todos los discursos, pero que todos dudan que sean parte de sus reales sentimientos: “...estamos todos aquí reunidos... ...esperamos poder seguir contando con tan abnegada entrega... ...es un ejemplo para todos ustedes... ...nuestro funcionario es muy querido por nuestra institución... ...estamos felices con los logros que este año hemos alcanzado, todo ello no sería posible sin ustedes... ...gracias y esperamos que el próximo año sea tan prometedor como el presente... ...dejo con uds. a nuestro funcionario estrella. Felicitaciones”. (Aplausos)

He tratado que mi vida sea oblicua, en realidad eso es tratar de conformarse al no ver que mi vida sea redonda; donde pueda atar el fin con el principio. Ni siquiera he logrado cierta oblicuidad, cierto contorno o lomo que rompa esa rectitud. Gracias. Eso fue todo lo que dijo ante la mirada atónita de los concurrentes. Ni su mujer entendió lo que quiso decir. Con lo ojos húmedos, salió del banco y se fue a su casa. Gran parte del fin de semana lo pasó durmiendo y pensando en qué había hecho de su vida; sacó cuentas como lo hacía cuando contaba billetes y la suma no le cuadró, trató de multiplicar pero sólo tenía ceros. Volvió a dormir. Despertó. Prendió un cigarrillo y volvió sobre el mismo cuento; se hizo una piscola y miró los galardones que había ganado contando billetes. Su mujer había viajado, como era habitual, a Loncoche, a la casa de sus padres. Solo, el día domingo siguió durmiendo y dándose vueltas por su casa. Se paseaba en calzoncillos y nadie llamó a su puerta ni hizo sonar el teléfono. ¿Qué haré mañana? Se preguntaba. Seguir contando billetes y tratar de conseguir otro galardón para mantener la rectitud de mi vida ¿qué más puedo ganar?. Se contestaba. El lunes cuando regresó a sus funciones en el banco, sobre su escritorio y en el de las cajas uno y tres, había una máquina de contar billetes. Esa tarde, luego de terminar su jornada laboral, tomó la pistola que guardaba para defenderse de eventuales ladrones, la puso en su boca y jaló el gatillo.

martes, enero 23, 2007

La celebración

0 parroquianos

Los jesuitas me enseñaron que la culpa existe, que ordena el mundo y nos permite convivir. Pero mucha culpa no te deja vivir. La moral cristiana es penetrante y permanente en la psiquis. Por el contrario, el psicoanálisis me enseñó que puedo hacer eso que tanto me gusta (prohibido por la moral) pero sin culpa, que hay cosas por las que no necesito sentirla y por ello, su ejercicio analítico, consiste en desmarcarse de la moral cristiana, pero sin perderla de vista. Para mí, la cura psicoanalítica consiste en que ahora puedo hacer todas esas cosas reprobadas por la moral pacata sin sentir culpa.

Los jesuitas no desean la muerte a nadie y los moralmente (cristianos) correctos tampoco. Quién dijo que la moral cristiana es la correcta. En este momento soy feliz y disfruto que la muerte haya alcanzado al desgraciado y de paso disfruto por poder disfrutar. Viva también por “Los Tres” que no tienen nada de cristianos.

No Es Cierto - Los Tres
Album: Hágalo usted mismo.

Nunca nadie entendió lo que dijiste ayer
Sonaba tan distinto a cuando eras el rey

Un hombre convertido en niño le ruega a Dios
Silencioso como una rata meando sobre algodón

Dios perdonará si me excedí, pero no creo
Todos los problemas que causé, se los dedico al cielo

No me acuerdo, pero no es cierto y si es cierto no me acuerdo, hoy....

Para ser un valiente hay que llegar al final
Soldado en tu uniforme y arrugas que hay que planchar

Hoy ya no sabes si tu vida fue tan buena
Los recuerdos de los que me hablas iluminan tu condena

Si tu vida fuera mi vida, moriría de pena
No me acuerdo, pero no es cierto y si es cierto no me acuerdo

No me acuerdo hoy
No me acuerdo hoyyy
No me acuerdo hoyyyy
No me acuerdo hoyyy
No me acuerdo hooyyyyy
No me acuerdo hooyyy
No me acuerdo hoooyyyy

martes, enero 02, 2007

Leche Condensada (segundo lugar)

5 parroquianos



Este cuento alcanzó el segundo lugar en un concurso literario del Ministerio de Educación.

Leche condensada, ese era el objetivo... (leche condensada). (Condensación de muchas carencias y de las caries que me sacaron un boleto al otorrinolaringólogo quien no ha podido curarme la sinusitis). Todo mal.

En este lado del río había un almacén que me tentaba todos los días con una pila de tarros de leche condensada, y yo sin poder alcanzar ninguno. A veces llevaba uno en mis manos, pero era para algún producto de repostería. A veces era para el café o para el té; a veces para compartir con todo un familión de tíos, primos cercanos y lejanos. A veces quedaba durante largo tiempo en el olvido de alguna estantería (no de mi olvido, por cierto). Esta suma de “a veces” se transformó durante mucho tiempo en un “siempre”, por un lado y un nunca para mí solo, por otro. Hasta que un día lo logré. Con el ánimo de asesinarla, llegué hasta donde una tía; poniendo cara de ternura logré sacar de ella unos cuantos y suficientes morlacos para la compra de mi vida, aunque ella no sabía el destino final del dinero. Ese intercambio (cara tierna por plata) le salvó de morir simbólicamente.

¿Dónde comprarla? Gran segundo escollo. Todos en este lado del río eran mis parientes y, ante cualquier amague de compra, medio pueblo (los de este lado del río) se enteraría de la adquisición y lo que quería fuese sólo para mí, sería un producto partido quizás en cuántas fracciones: ¡Nica!. Me dije. - A cruzar el río- aseguré. Junté fuerzas y valor y me dirigí hacia el puente para conseguir mi botín. De pronto comencé a sentir un pequeño calor entre las piernas. ¡Orines!... ya casi me meaba. Entre el frío y el miedo los nefrones hicieron su trabajo y tuve que volver a casa a resolver el pequeño inconveniente...

Cada vez que pongo un pie en ese puente se me vienen a la cabeza imágenes de seres que podrían causar más de algún perjuicio en mi apreciada estabilidad emocional, tirito y los nefrones hacen su trabajo. Nunca he sabido cómo enfrentar ese temor y lo más probable es que lo resuelva de la peor manera (¿cuál será la mejor?). Pero ¿a qué me enfrento? a compartir un tarro de leche condensada o arriesgarlo todo: dinero y alma, alma y dinero, y conseguirlo del otro lado del río para que sea sólo para mí. A este lado la seguridad es completa, pero el botín compartido y, probablemente, como somos tantos y yo soy el más pequeño, sólo alcance a estimar el aroma del tarro. Al otro lado del río el riesgo es alto, la posibilidad de perder todo el botín es algo que podría ser inminente. Mientras camino pienso que ese es el único puente que está más alto que el resto del camino y en cada uno de sus extremos se forman pequeñas pendientes, más fuerte en el caso de la que está de este lado del río que la del otro lado. En realidad es, creo, el único puente que conozco. El otro puente sobre este río está varios kilómetros abajo y no lo he cruzado. Lo primero que a uno lo recibe habiendo bajado la suave pendiente en que remata el puente del otro lado del río, es el cementerio. Cementerio que alberga bajo tierra a la mayoría de los parientes de nuestra familia, pero ¿por qué está del otro lado del río si son nuestros deudos?

Frente al cementerio pasa a mi lado un tipo con una mujer; miden unos 2 metros de altura. Ella lleva la cara cubierta por la cabellera. Él me mira y uno de sus ojos está medio cerrado. Afirmando su mano con el dedo pulgar en un bolsillo del pantalón sujeta entre el índice y el anular un cigarrillo. Con el otro brazo sujeta a la mujer por la cintura y se bambolean en la vereda de un lado a otro. Tanto, que tengo que bajar a la calle para pasar al lado de ellos. Al cruzar nuestros caminos y dejarlos atrás me doy vuelta para asegurarme que hayan seguido otro rumbo y ella, a su vez, se da vuelta a mirarme dejando ver entre su cabellera uno de sus negros ojos. El emporio está a dos cuadras ascendiendo por una suave pendiente. Desde allí desciende una serie de sujetos, cada uno mide como 2,1 metros de altura, todos enfrentándome por la vereda poniente de esa avenida. Ya estoy aquí, falta muy poco, es tan sólo una transacción y nos devolvemos. Entré al negocio, pedí la mercancía, el sujeto me miró con una cara de complicidad que me hizo ruborizar y sentirme culpable de lo que estaba haciendo en otras tierras. Cogí el tarro y tiempo después, cuando supe más de dinero, me di cuenta que había pagado el doble por un tarro, o que podría haber comprado dos, o que me retiré tan rápido y antes que me pudiesen dar el vuelto.

Casi como un efecto de rebote los sujetos que antes iban, ahora venían; es decir, nuevamente su rumbo era contrario al mío. Sin embargo, ahora eran todos un poco más pequeños, pero yo seguía siendo mucho más pequeño que ellos. Al pasarme uno de ellos levantó rápidamente un brazo y, con la misma velocidad, sentí que lo iba a dejar caer sobre mi rostro. Sudé helado. Pero el gesto era para espantar un mosquito que le jodía la visión del camino.

Comencé a correr en dirección al puente y al llegar al extremo correspondiente a “los de este lado del río”...

Se va el pecho en cada resuello, la bajada pronunciada del puente parece un resbalín. El trajín de gente es mayor al del otro lado y con mucha mayor diversidad; viejos y jóvenes, altos y bajos, hombres y mujeres, parientes y no tantos, mujeres bellas y otras simpáticas. De todo. Y todos mirando mi camino. El único bolsillo en el que podía echar el tarro estaba roto, así es que debí acompañar con mi mano al tarro para que no se cayera al pavimento. Ese gesto parecía delatar en los pasos en que andaba y, por lo mismo, las miradas arreciaban al inusual tranco y postura que llevaba. De cualquier forma, esa sensación estaba más en la garganta amarga que se apretaba con los nervios y se soltaba con la salivación ante la inminencia del zarpe al tarro de leche.

El tío “tripa seca” sale justo de la oficina de correo. Lo miro de reojo desde la vereda de enfrente y no alcanza mi sigilo a evitar el encuentro. Con efusividad me saluda y abraza y yo, en una situación bastante incómoda, puedo corresponderle con un solo brazo. ¿Qué te pasó en el brazo mijito? Me dijo. NaAAaa, es que lo tengo un poco adolorido. Le contesté. Vamos a la casa para que la Isabel te lo revise. (putas, ¿qué mierda hago?). No se preocupe tío, si fue un golpecito, ya se me va a pasar. Le dije mientras sentía que un calor me subía por entremedio de la ropa hasta mi rostro (y una voz me decía: ¡mentiroso!). Bueno, cualquier cosa me vas a ver. Me dijo. Se despidió y se fue. Yo tuve que salir para el otro lado; desandar lo andado porque el “tripa seca” se fue para donde yo me dirigía. Torné la esquina y miré por el borde de la casa hasta que el viejo desapareció.



- Claro, los dolores del cuerpo te hacen crecer.
- Cierto, pero eso lo pueden saber los médicos... ¿cómo distingues entre un dolor de crecimiento y una enfermedad? Tienes que preguntarle a un médico, pero cuando llegas ya se te pasó; es como cuando escuchas un ruidito en el auto y lo llevas al mecánico para que lo arregle y en el taller el ruidito desaparece. Pero al salir del taller, a una cuadra de distancia, el maldito vuelve y vuelves al taller y éste vuelve a desaparecer. Es el destino que te está agarrando pa' la palanca (te sube y te baja a su antojo). ¿Me entiendes?
- Claro.


Bajo aquella plataforma queda un espacio desde donde se observa el centro neurálgico del pueblo pero nadie puede, por los arbustos que lo protegen, observar hacia su interior: sitio ideal para el asalto al tarro de leche condensada.



- Te has dado cuenta que cuando estamos a punto de lograr algo, siempre falta algo.
- Sí ¿Pero en qué estás pensando exactamente?
- En que luego de pasarnos a todos los jugadores rivales pegas un tirito que recoge fácilmente el arquero; en que siempre te falta un papel para que te den el certificado; en que siempre el árbitro nos deja en el segundo lugar; en que siempre que vas al supermercado, compras cualquier cosa, y no lo que pensabas comprar; en que cuando te compraron un monopatín, los demás andaban en bicicleta; cuando te compraron jeans, los otros andaban con cotelé.
- Ahhhh, sí.



Con la salivación galopante e instalado bajo la plataforma desde la que, normalmente, hacía sus discursos el alcalde, surge el último problema: ¿cómo abro la lata? Agité el suelo buscando alguna piedrita que pudiese servir de herramienta para hacerle al tarro los correspondientes dos hoyitos (uno para succionar y el otro para que entre el aire y permita circular el maravilloso fluido). ¡Nada! Puras piedras redondas, ni una sola con un filo o canto. Golpeé y golpeé el tarro con un par de piedras. Usé palos: todos se quebraron, incluso le di contra el canto del cemento de la plataforma. No hubo caso. En la oscuridad del lugar, con el tarro entre las piernas me senté a pensar. Muy bien, me decidí a salir pero antes dejé escondido el tarro entre un par de plantitas. Caminé dos cuadras y en casa de una tía (otra, no a la que siempre le he deseado el mal), saqué un cuchillo con punta. Justo en el momento que lo guardaba en el bolsillo entró mi tía y me pregunta ¿Cómo estás mijito? Bien, bien tía. ¿Qué busca mijito? No nada, nada tía. Y me dejó ir. ¡Uf! Qué suerte. Se imaginan explicar qué andaba haciendo, a mi edad, con un cuchillo con punta; lo mínimo que conseguía era quedar como egoísta por esconder un tarro de leche condensada y, lo más probable, es que perdiera mi botín en beneficio de un küchen o queque. ¡Nica! Volví al escondite, busqué y busqué el tarro. No estaba. Miré hacia afuera a ver si alguien, por su rostro, se delataba. Nada ni nadie dio la más mínima pista. Fuenteovejuna se lo tomó y nadie sabe para quien trabaja.