Destino
- Qué pasa Moebius que has empezado a borrar cosas en tu blog.
- No, nada, lo que pasa es que quiero contar un cuento y de aburrido me puse a borrar cosas, en todo caso nada importante.
- A veces da la impresión que quieres inmolarte.
- Sí, un molar es lo que me duele y creo que me distrae, no me deja pensar. Además, hace un tiempo escribí un cuento que quedó pal carajo.
- ¿y cómo se llama? para leerlo.
- No, si no lo publiqué, pero ahora quiero contar otro cuento.
- A ver... ¡dale!
- Lo que pasa es que no sé cómo comenzar, no sé cómo hilarlo, no sé cuál es la metáfora que quiero comunicar. Aunque da lo mismo, casi nadie las entiende. Tampoco quiero repetir las estructuras anteriores.
- Ok, entiendo, y de qué se trata, tienes alguna idea.
- Sí, pero te lo voy a contar a ti solamente.
- Bueno, de aquí no sale.
- ¿Tú crees en el destino?
- Por supuesto que no, el hombre tiene libre albedrío, pero déjate de vueltas y cuenta de una vez.
- Ok, era un pregunta nada más, ahí voy.
Se trata de un cajero de banco, pero uno bien particular porque es el más rápido de la región. Todos los días, por la mañana, era el primero en llegar a la sucursal y ordenaba todo en su habitáculo (habitacle) para estar listo cuando a las 9:00 abrieran las puertas. Tomaba su caja para los billetes de veinte, diez, cinco, dos y mil pesos, (estuve tentado a ponerle dólares para que este fuera un cuento internacional – una vez me corrigieron: thanatos no es igual a agresividad, y esto es esencia, perfume de thanatos). Continúo. El lunes era el día más tedioso porque la modorra, efecto natural del fin de semana que por lo general se lo pasaba en su casa compartiendo con los amigos que eventualmente lo visitaban, o aunque los amigos no aparecieran igual se tomaba su piscola -, hacía que sus dedos estuvieran como entumecidos toda esa primera jornada. Pero era cuestión de tiempo, porque cuando se acercaban las 14:00 horas, tiempo de cerrar, sus índices y pulgares comenzaban a contar billetes más rápidamente. De cualquier forma, el ritmo promedio que alcanzaba los lunes era siempre más rápido que el de los dos compañeros que ocupaban las cajas a sus costados.
Los martes comenzaba con un leve retardo respecto del último record del día anterior. Luego de media hora, con los dedos ya calientes, empezaba a imponer nuevas marcas ante la mirada de sus colegas. Mientras la fila que él atendía tenía 10 personas, las otras no pasaban de 3 a 4. Ya dos veces en el año había sido nombrado el empleado del mes, y esperaba por la tercera antes que llegara la navidad. Había escuchado que en esa semana se iba a premiar a alguien y esperaba que fuera él.
Los miércoles alcanzaba el clímax en lo que a rapidez para contar billetes se refiere. Era su día de mayor rendimiento, siempre atento a prestar un rápido servicio para llenar de orgullo al agente del banco. Una de las chicas que le alcanzaba los cheques cuando debían ser consultados por la firma se terminó convirtiendo en su esposa. Ella lo admiraba cuando lo veía contar los billetes que pagaban el documento que ella misma le devolvía luego de la revisión de la firma. Él, a su vez, le devolvía con una sonrisa su desvelo. Se enamoró de ella porque ella se enamoró de él y ella se enamoró de él porque detrás de las manos así como de los ojos, él escondía una interrogante: ¿qué puede llevar a un hombre a tomarse tan en serio un trabajo y querer ser el primero? Pregunta ávida de existencialismo, al más puro estilo de Camus, pero que los llevó al altar.
Los primeros meses, y hasta un par de años después, fueron felices. Mientras se mantuvo el misterio. Después los problemas comenzaron en los momentos que compartían en casa y cuando él no contaba billetes; ahí ella no lo admiraba y él dejaba de amarla, y al dejar de amarla ella dejaba, a su vez, de quererlo y entonces no se prestaban atención y, salvo la obligada comunión de las comidas, ninguno participaba del otro y cuando lo hacían era para gritarse o insultarse. Chispazos había, de lo contrario no hubiesen estado juntos más de treinta años. A veces, él dejaba de hablar de los billetes y a ella dejaban de importarle los recuerdos por los que comenzó a vivir con ese hombre. Entonces construían algo tan nuevo que llegaban a desconocerse y él o ella, a su turno, se decían: uno nunca termina de conocer a las personas. Así, podían estar embobados el uno con el otro durante una jornada, algo humano se prendía en ellos y armaba el juego (o fuego) hasta altas horas de la madrugada. Luego de ese evento, que rompía la sequía de seis meses sin sexo, ella, ante el regreso a la “costumbre”, le decía: - te conozco tan bien. Es tan corto el amor y tan larga la costumbre.
Ella provenía de una familia con abolengo, dueña de unas tierras ubicadas hacia la cordillera, hacia el interior de Loncoche. Era un campo improductivo pero el lugar era muy bello. El padre, de escasas habilidades emprendedoras, no había sabido sacarle partido y, fuera de tener una casa patronal -donde daba alojamiento a mochileros y otros trotamundos- más una chacra y algunos animales, no tenía grandes cosas. Aún así, con esa escasez, el matrimonio de ella fue a tal nivel que algunos invitados se imaginaron que sería heredera de una gran fortuna. En realidad los padres se gastaron los años de ahorro porque querían ver “bien casada” a su única hija.
Los días jueves, producto del cansancio que comenzaba a acumular en la semana, su rendimiento decaía levemente para llegar al punto más bajo de toda la semana entre las 13:45 y 14:00 del día viernes. En la tarde de ese último día laboral, el agente del banco pasó por su lugar de trabajo y le preguntó por su salud, su familia, por su ánimo en general. Él respondió que estaba todo perfectamente bien, que la familia andaba de “las mil maravillas” como lo podría constatar al ver pasar a su señora por ahí cerca. Le comentó al agente que se sentía un hombre dichoso y le agradecía la posibilidad de poder seguir sirviendo al banco en algo que a él tanto le gustaba: contar los billetes lo más rápido posible. El agente, con el rostro absolutamente enfocado en el cajero pero con la cabeza en otro lugar, le dijo que así era y que estaban muy orgullosos y agradecidos por su trabajo, que le estaban preparando un pequeño homenaje para celebrar su colaboración al banco durante largos 35 años. También le dijo que nunca había visto a un cajero más rápido y eso que a él le había tocado desempeñarse en varias sucursales del país, desde Arica hasta Aysén. Finalmente le preguntó si tenía algo que hacer por la noche, a lo que el cajero le contestó que iba a juntarse con unos amigos pero que les diría que podrían reunirse el sábado. Entonces el agente del banco le pidió que se fuera a la casa y se arreglara para estar presente a las 19:00 en el salón principal del banco. Así lo hizo y en su casa se encontró con su mujer que a su vez se estaba preparando para el mismo evento. Hacía aproximadamente seis meses que no se tocaban y los roces propios de una pareja que buscan las mejores pilchas para vestirse en el mismo ropero los hizo entrar en calor y arrojarse al amor. Tan felices quedaron que ella preparó un jugo natural de naranja para refrescarse. Él cantó en la ducha, se afeitó nuevamente y se puso el mejor traje que tenía. Juntos se fueron al pequeño acto de reconocimiento que le habían preparado. La ansiedad de ambos los hizo apresurarse y llegar a las 18:30, cuando todavía estaban preparando el proscenio y las butacas en medio del salón principal y en cuyo costado se emplazaban las cajas de atención de público, donde se podía ver claramente que en la caja central, que él ocupaba, se había reemplazado el letrero “Caja 2” de letras blancas y fondo gris por otro del mismo tamaño pero con letras doradas. El agente se acercó a ellos y les pidió que fuesen a dar una vuelta por el pueblo mientras terminaban de hacer los preparativos. Asintieron y les quedó dando vuelta, de hecho lo comentaron, que ver cómo hacían los preparativos fue un desatino, es como ver a la novia con el vestido o como ver la construcción de un auto que parece de metal pero es de plásticos o fibras de vidrio. En realidad el asunto de ver cómo se hacen las cosas sólo les entusiasma a tipos raros como los sociólogos e ingenieros pero no a gente normal como un cajero. Fueron a dar una vuelta, tomaron unos helados y los disfrutaron mirando el lago desde el muelle de la ciudad. Él miró la ribera opuesta y se dijo para sí, sin pronunciar palabra: allá la línea que separa el agua de la tierra es oblicua, debería ser recta, pero es oblicua. Cómo se podría torcer un poco esta vida, cómo en vez de contar billetes podría lograr contar otras cosas. Quizá en el otro lado del lago la vida sea distinta; un paraíso, y qué podría hacer en un paraíso: quizá contar cuántos tipos de paraísos existen. Mi vida, ¿en qué piensas?. Le dijo ella. En nada, nada importante. Le contestó. ¿hay algo que quieras hacer antes de la ceremonia? Le preguntó ella. No, así estoy bien. Contestó él. Por un rato, tomados de la mano, siguieron mirando el horizonte. A su vez ella pensaba en lo afortunada que había sido; le había tocado un hombre que no la maltrataba físicamente y la dejaba trabajar, contrario a lo que ocurría con la mayoría de sus amigas. Es cierto que al llegar a su casa debía ocuparse de todas las labores, pero tampoco podía ser de otro modo. Para ella soñar con otra vida era siempre involutivo, por eso estaba muy conforme con la que tenía. ¿hijos? Bueno, tener a su marido era como tener uno. Sobre sus cabezas pasó una piedra que un niño lanzó al agua, el reto del padre al niño por la imprudencia, sumado al ruido que provocó la piedra al caer al agua los despertó de la ensoñación en que se encontraban.
En el banco ya estaba todo preparado y en la medida que se fueron adentrando por un pasillo central los aplausos de los asistentes se dejaron sentir cada vez más fuerte. Sólo una vez sobre el escenario y por la petición del gerente cesaron los aplausos. A él le galopaba el corazón y pensaba en qué palabras les dirigiría a sus compañeros que le reconocían una vez más como el mejor funcionario. El gerente dijo puras obviedades, cosas que se estila decir en todos los discursos, pero que todos dudan que sean parte de sus reales sentimientos: “...estamos todos aquí reunidos... ...esperamos poder seguir contando con tan abnegada entrega... ...es un ejemplo para todos ustedes... ...nuestro funcionario es muy querido por nuestra institución... ...estamos felices con los logros que este año hemos alcanzado, todo ello no sería posible sin ustedes... ...gracias y esperamos que el próximo año sea tan prometedor como el presente... ...dejo con uds. a nuestro funcionario estrella. Felicitaciones”. (Aplausos)
He tratado que mi vida sea oblicua, en realidad eso es tratar de conformarse al no ver que mi vida sea redonda; donde pueda atar el fin con el principio. Ni siquiera he logrado cierta oblicuidad, cierto contorno o lomo que rompa esa rectitud. Gracias. Eso fue todo lo que dijo ante la mirada atónita de los concurrentes. Ni su mujer entendió lo que quiso decir. Con lo ojos húmedos, salió del banco y se fue a su casa. Gran parte del fin de semana lo pasó durmiendo y pensando en qué había hecho de su vida; sacó cuentas como lo hacía cuando contaba billetes y la suma no le cuadró, trató de multiplicar pero sólo tenía ceros. Volvió a dormir. Despertó. Prendió un cigarrillo y volvió sobre el mismo cuento; se hizo una piscola y miró los galardones que había ganado contando billetes. Su mujer había viajado, como era habitual, a Loncoche, a la casa de sus padres. Solo, el día domingo siguió durmiendo y dándose vueltas por su casa. Se paseaba en calzoncillos y nadie llamó a su puerta ni hizo sonar el teléfono. ¿Qué haré mañana? Se preguntaba. Seguir contando billetes y tratar de conseguir otro galardón para mantener la rectitud de mi vida ¿qué más puedo ganar?. Se contestaba. El lunes cuando regresó a sus funciones en el banco, sobre su escritorio y en el de las cajas uno y tres, había una máquina de contar billetes. Esa tarde, luego de terminar su jornada laboral, tomó la pistola que guardaba para defenderse de eventuales ladrones, la puso en su boca y jaló el gatillo.